Por Rubén Villalba
Dígame la verdad, ¿usted nunca se vio tentada a contar la historia a su manera?
—Creo que no. He tenido maestros de todo tipo que me enseñaron lo que es la objetividad: ver los hechos, consultar los textos que hay sobre esos hechos y examinarlos entre varios. Para actuar y tomar decisiones, hay que pensar en voz alta con los demás.
Si los hechos son demostrables, ¿cómo es posible manipularlos?
—Los hechos, como decía Hannah Arendt, están ahí, no se pueden tergiversar. Es cierto que sobre los hechos necesitamos una explicación, un marco de significación, porque en cierta forma son mudos. En ese marco aparecen más datos, que se pueden enriquecer, pero nunca hay que confundir la labor del verdadero historiador con la opinión. Como decía Arendt, cuando las opiniones sustituyen a los hechos, hay que salir corriendo. Justo después de la Primera Guerra Mundial, un alemán preguntó al líder francés Clemenceau: “¿Qué dirán las futuras generaciones de quién empezó esta guerra?” Y él, que tenía mucho sentido del humor, le dijo: “Mire usted, no sé lo que dirán los historiadores del futuro, pero estoy seguro de que no dirán que Polonia invadió Alemania”.
—Muchos, pero lo malo no es que haya manipuladores, sino que la gente los crea.
¿Y por qué los creemos?
—Muchos países lo hacen porque políticamente les conviene creerlos.
¿Cuál es la mayor mentira jamás contada?
—Quizá la del genocidio en América, porque ocurrió justo lo contrario. La única protección que tuvieron los indios desde el primer momento fue la de España. Además, se salvaron las lenguas indígenas gracias a los españoles que utilizaron, como es sabido, la gramática en latín porque cuando llegaron había tal multiplicidad de lenguas que un pueblo no se podía entender con el de al lado.
¿No hubo entonces genocidio?
—Ni genocidio ni rapiña, al revés: construimos ciudades y universidades. Una cosa fue el momento del descubrimiento y la conquista y otra cuando, a partir de 1540, la propia reina dejó claro que, incluidos los indios, todos los que vivían en América eran súbditos exactamente iguales que los españoles. En sus tres siglos de historia la monarquía hispánica fue policéntrica, con una gran movilidad; no fue nunca un imperio porque los imperios surgen a partir del siglo XIX con los anglosajones.
O sea, España no fue tan mala como dicen…
—Lo que se ha llamado “leyenda negra” ha funcionado muy bien porque políticamente les ha interesado a los anglosajones. España, que estuvo ocho siglos luchando contra los musulmanes, nunca ha sido belicosa, como decía mi maestro Díez del Corral, sino guerrera.
En cambio, López Obrador nos exige disculpas por la conquista de América.
—Apoyándonos en filósofas tan importantes como Ágnes Heller, hay que tener en cuenta que tanto el perdón como la responsabilidad son siempre individuales. La culpa tiene nombre y apellidos, no es colectiva: cuando se dice que todos somos culpables, es que nadie lo es. Todo es un montaje político. Podemos estar más o menos contentos con nuestros antepasados, pero desde luego no pedir perdón por ellos. En mis clases universitarias siempre decía que los españoles no sabremos quiénes somos si no conocemos América.
¿No somos entonces ese país de pandereta?
—Hay de todo, pero es cierto que tenemos un trasfondo pesimista. Yo pensaba que con la Transición se había pasado, que habíamos recuperado nuestra autoestima, pero en cuanto ocurre algo que no marcha volvemos a esas falsas raíces de que todo ha sido malo.
¿Y perviven las dos Españas?
—En todos los países se puede encontrar en determinados momentos de su historia esa división. Aquí es que nos hemos creído nuestros propios mitos.
¿La España del pasado qué le diría a la España del futuro?
—Que lea a Nebrija, por ejemplo. Yo pienso que la historia y la literatura son indispensables y se complementan: la literatura acompaña a la emoción, mientras que lo racional va en la historia.
En la reciente moción de censura, Tamames lamentaba que “nadie sabe quién es Blas Piñar, pero sí Largo Caballero”.
—Tampoco pasa nada por no conocer a Blas Piñar, pero sí es cierto que ha faltado una enseñanza de la Constitución. Yo el único cargo que he tenido dependiente de un gobierno fue la dirección del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, donde creamos unas enseñanzas de la Constitución para profesores. A los dos años, gobernando el PP, nos las quitaron. En esto los políticos no han tenido ningún interés porque solo piensan en sus cuatro años de mandato.
¿Por qué un político convence más que un historiador?
—Porque el político hace mítines y enaltece a las masas. El historiador, en cambio, procura explicar las cosas con mesura, con cierta distancia, con objetividad. Por tanto, tiene que convencer, mientras que el político simplemente deslumbra. Los linchamientos, por ejemplo, siempre son en grupo y el grupo es susceptible de ser llevado de un sitio a otro. Con el individuo es más complicado, por eso las mentes dictatoriales quisieran eliminarlo.
¿Y se manipula a través de la educación?
—La educación ha fallado desde el principio, desde Villar Palasí. Y ahora ya han quitado la cronología de la asignatura de Historia, con lo cual los alumnos se quedan sin tiempo ni espacio, que son las dos coordenadas que se suponen te enseñan en la escuela.
¿Tiene que ver con ese empeño en “borrar” al individuo?
—Tiene que ver, sí. Porque cuando más inculto, más fácil de manejar se es. La lectura y la escritura enriquecen el cerebro humano, pero quienes no saben nada ni entienden el mundo van al impulso primero de destrucción o de salvajismo.
Qué paradójico, ¿no? En un momento en que lo tenemos (casi) todo…
—Exacto. Tenemos posibilidades abiertas al futuro muy importantes, pero siempre pasa algo. La vida es una jungla, como decía Brodsky. Uno de sus mandamientos para los jóvenes es cuidar el lenguaje como si fuera la cuenta corriente porque sin un amplio lenguaje el mundo se te hace más pequeño. También, cuidar a los padres, que han hecho lo que han podido; ser modestos y no esperar mucho de los políticos, aunque hay algunos que también hacen lo que pueden. Y, por último, decía eso, que la vida es una jungla: debes saber que hay envidiosos y, por tanto, procurar estar al margen y seguir tu vida.
¿Qué le dice a los jóvenes que protestan porque ellos no han votado la Constitución?
—Que no tienen razón porque es una herencia. Cada generación tiene naturalmente el derecho de intentar cambiar el mundo, pero valorando lo que han recibido. La constitución de Estados Unidos se mantiene gracias a eso. Eso sí, pasada la Transición, se deberían haber hecho reformas puntuales porque ciertas partes quedaban obsoletas, pero los políticos, como solo miran a los cuatro años de su mandato, no entran en las reformas paulatinas. En esto el mundo anglosajón es un ejemplo de cómo se puede cambiar suavemente. A veces han tenido épocas peores que las de los españoles y, sin embargo, se han unido. Lo que no puede ser es que cada nueva generación invente un sistema diferente.
¿Se fía de la Historia que vaya a contar la inteligencia artificial?
—Pues no mucho. De momento, tiene que ser programada por la inteligencia natural. Por tanto, supongo que, como todo, podrá ser manipulada. No por las ideas, sino por la ideología.
¿Por qué repetimos las atrocidades que hemos estudiado?
—Porque la condición humana es muy complicada. Yo pertenezco a una generación que ha tenido suerte porque hemos crecido una vez pasaron la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, pero sigue habiendo guerras por intereses económicos y políticos. África también ha vivido una de las peores historias, que algún día habrá que contar.